Yo manejo tratando de no dormirme. La cinta interminable de asfalto se va tragando hasta mis pensamientos, cuando el sueño acecha.
Vivo en la montaña, porque no soporto la ciudad: la contaminación, la gente, su bullicio y sus interminables requerimientos y molestias.
No hay necesidad de pensarlo mucho: la loca soy yo, que amo y defiendo mi soledad, mi tranquilidad, contra lo que sea. Que no soporto a nadie muy cerca, excepto unos escasos elegidos y a mi gata. Y voy pensando, casualmente, en las ganas que tengo de llegar a la cabaña para jugar con ella.
Me desvío hacia una parte oscura y neblinosa de la ruta y detengo el auto ante las ruinas de una antiquísima granja. Solo queda en pie una parte de la inmensa casona que fue. Una hermosa mujer viene hacia mí y saluda con un frío beso en la mejilla, que me hace estremecer.
Pero ahí, en esa parte de la montaña, nunca hace calor. Solo niebla y a veces hiela. Así que no es discordante su frialdad.
Le entrego su enorme ramo de rosas y a su vez, me brinda una canasta con melocotones y fresas, grandes como puños y acabadas de recoger.
Nuestro trueque de siempre. Dentro de una semana, le digo, y afirma con su cabeza y una hermosa sonrisa en su pálido rostro.
Me besa nuevamente como despedida y sigo mi camino. Miro en el espejo del carro y mi mejilla está casi azul, de helada. La froto y recupera su tonalidad.
Resulta imposible rechazar su saludo, sería grosero. Compartimos el mismo gusto por la soledad. Nos respetamos y sentimos hasta cariño la una por la otra. Solo que yo, supuestamente, estoy viva..., mientras que ella, desde hace décadas, está muerta.
(Tomada de la webb).
.