No hay familia perfecta. No tenemos padres perfectos. No somos perfectos. No nos casamos con una persona perfecta. No tenemos hijos perfectos.
Tenemos quejas de los demás. Decepcionamos unos a otros.
Y por eso, no hay matrimonio sano ni familia sana, sin el ejercicio del perdón.
El perdón es vital para nuestra salud emocional y la supervivencia espiritual.
Sin perdón, la familia se convierte en una arena de conflictos y un reducto de penas.
Sin perdón, la familia se enferma.
El perdón es la asepsia del alma, la limpieza de la mente y la alforria del corazón.
Quien no perdona no tiene paz en el alma, ni comunión con Dios.
La pena es un veneno que intoxica y mata.
Guardar el dolor en el corazón, es un gesto autodestructivo. Es autofagia.
El que no perdona se enferma física, emocional y espiritualmente. Y por eso, la familia necesita ser lugar de vida y no de muerte. Debe ser el territorio de cura y no de enfermedad. El escenario de perdón y no la culpa.
El perdón trae alegría, donde la pena produjo tristeza y el dolor, que causó la enfermedad.
(Papa Francisco).
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