Mi abuelo me contaba, que en un pueblo olvidado, rodeado de montañas y niebla, había una cantina que, aunque parecía común, escondía secretos oscuros.
Aquella noche, dos hombres se sentaron en una mesa apartada, con una baraja entre ellos y un montón de monedas de oro, que brillaban a la luz tenue del local. En la barra, el cantinero llenaba dos vasos con el licor más fuerte, mientras la mirada de una hermosa mesera seguía con interés cada movimiento de la partida.
El hombre de la izquierda, con un traje negro impecable y una sonrisa permanente, tenía una presencia abrumadora, mientras que su contrincante, un joven de mirada nerviosa, parecía estar jugando la partida más importante de su vida.
Los murmullos en la cantina cesaron, todos sentían la tensión en el aire, y muchos pensaban que aquel hombre de traje negro no podía ser otro que el mismísimo diablo.
Las apuestas crecían, y con cada mano, el joven parecía perder, más que solo monedas. "Una última apuesta", propuso el hombre de traje negro: "nuestras almas". El joven tragó saliva pero asintió, con la codicia brillando en sus ojos.
La última mano fue jugada con un silencio sepulcral. Y cuando las cartas fueron reveladas, el alivio inundó el rostro del joven, al ver que había ganado. Pero su triunfo fue efímero, pues la risa melodiosa y fría de la mesera resonó en la cantina. Todos los presentes se volvieron hacia ella, y sus ojos, antes azules, ahora ardían en llamas rojas.
El joven, con terror en su rostro, se dio cuenta de su error: No había jugado contra el diablo, sino que había jugado "para el diablo". La mesera se acercó, tomó al hombre del traje negro de la mano y, con una sonrisa malévola, la tierra se abrió bajo sus pies, tragándolos en un abismo de oscuridad y fuego.
La cantina volvió a la normalidad, pero la leyenda de aquella noche se contaría por generaciones.
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