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Pesadilla

vanzo lentamente y a tientas por el oscuro y estrecho pasaje que, al cabo de unos pocos minutos de andar, desemboca en un espacio abierto. La noche es cerrada; sobre mi cabeza, la oscura bóveda celeste está poblada de densos nubarrones a través de los cuales asoma por momentos una brillante luna llena que derrama su luz mortecina sobre el lóbrego paisaje. Una serie irregular de árboles de aspecto reseco proyectan sus formas retorcidas contra el negro firmamento. Un camino serpenteante se abre paso entre ellos, adentrándose en un bosquecillo que parece volverse más espeso y profundo hacia el interior. Entrecierro mis ojos y vislumbro que más allá de la densa arboleda, hasta donde alcanza la vista, un tenue pero firme punto de luminosidad destaca en el horizonte. Una fría ráfaga de viento se hace notar en la piel desnuda de mis brazos; contemplo la oscuridad sobre mi cabeza y la desolación a mi alrededor, y decido avanzar hacia el lejano resplandor.
Camino con paso firme pero lento; mis pies se hunden levemente en el sendero fangoso. Un roce leve en mi mejilla detiene mi andar con un brusco sobresalto; instintivamente me llevo una mano a la cara y froto con insistencia. Me observo esforzadamente la palma y no encuentro nada, aunque con la densa oscuridad no podría asegurarlo. Alzo los ojos y observo las ramas retorcidas donde nada parece poder habitar; de repente, un débil rayo de luz de luna refleja un hilillo plateado sobre mi cabeza. Caigo en la cuenta de que se trata de una telaraña, y retrocedo torpemente tropezando con mis pies hasta caer estrepitosamente en el suelo pantanoso.
Me incorporo con dificultad hasta quedar sentada, enterrando mis dedos en el lodo. Fijo mi vista en el frente y distingo un diminuto arácnido suspendido en forma amenazante del hilo, girando sobre sí mismo de forma hipnótica. Rápidamente noto la familiar sensación del miedo; mi corazón se acelera, pero procuro razonar y sé que todo estará bien si logro ponerme de pie, esquivarlo y seguir mi camino.
Antes de resolver levantarme, una suave caricia en mi mano izquierda apoyada en el suelo me da un escalofrío. Lentamente bajo mi mirada, y la visión de otra araña arrastrándose lentamente por entre mis dedos me eriza cada vello del cuerpo. Reacciono sacudiendo mi mano violentamente y haciéndola volar por los aires.
Logro ponerme de pie con un sabor amargo en la boca; el miedo se ha instalado ahora en el estómago haciéndome sentir náuseas. Comienzo a avanzar como un autómata, extendiendo las manos hacia adelante queriendo palpar la penumbra. En uno de esos ademanes, otra telaraña se adhiere pegajosamente a mi mano derecha; la sacudo frenética y la froto en el pantalón con furia hasta sentir escozor en la piel. Ya mi corazón late desbocado. Una brisa sopla con intensidad, despejando el cúmulo de nubes que se había instalado pesadamente en el cielo nocturno. La luna llena se abre paso y arroja su luminosidad sobre todo el paisaje. Contemplo con espanto cientos de miles de destellos ante mí; las telas de araña tejen una siniestra red entre los árboles, en toda la extensión del terreno. Cuando la luz alcanza el suelo, veo diminutas formas moviéndose en todas direcciones; la tierra parece haberse convertido en una aterradora marea de arácnidos, una alfombra oscura que se mueve en forma cadenciosa. El pánico se apodera de mí; mi mente funciona a toda velocidad y sopeso con desesperación mis alternativas. Hacia atrás se extiende la oscuridad. Adelante, el denso bosque y el resplandor en su horizonte. Con la respiración agitada, tomo una decisión. Quedarse y enloquecer de horror no es una opción. Inspiro profundamente una gran bocanada de aire, y como quien se lanza a un abismo insalvable, avanzo en una desenfrenada carrera. Mis pasos comienzan por ser confusos y errantes; hago grandes aspavientos a medida que avanzo para despejar el camino, y noto la viscosidad de las telas de araña adhiriéndose a mi piel. Siento diminutas patas caminando arriba y abajo por mis brazos, y sin detenerme un instante agito todo el cuerpo y no dejo de frotarme.
La locura se apodera de mí y se convierte en inusitado valor; a medida que avanzo, noto el estrépito crujiente bajo mis pies de decenas de cuerpos de arácnidos aplastándose. Fijo mi mirada en el horizonte; el resplandor está ya a pocos metros de distancia. En mi desesperación atravieso de lleno una tela de araña que se pega obstinadamente a mi rostro; grito con todas mis fuerzas sin dejar de correr, en un alarido que libera todo el horror de la situación.
Viscosidad, cosquilleos, comezón desesperante en cada rincón de mi cuerpo... He descubierto la manera: nada me impide seguir pues nada sería peor que detenerme. Adelante, siempre adelante; enfrentar el miedo es la única salida. Desde mis pantorrillas asciende una quemazón por la esforzada carrera, mis fuerzas se agotan, pero ya próxima a la luz, tocándola si acaso extendiera mi mano, imprimo un último impulso a mis pasos y casi con un salto me precipito dentro de ella.
Todo se desvanece; a medida que ingreso en el túnel, contemplo mis manos y brazos, examino mi cuerpo. No ha quedado ningún rastro del horror, y las sensaciones comienzan a disiparse. Vuelvo a avanzar en la oscuridad, doy un aparatoso traspié y me deslizo a través de un empinado desnivel que me arroja violentamente a un espacio cerrado.
Me tomo un instante para recuperarme del fuerte impacto, y lentamente me pongo de pie. Vuelvo la vista hacia atrás, hacia la oscura abertura por la que me precipité, pero observo con desilusión que ha quedado a varios metros de altura por encima de mi cabeza. De modo que resuelvo examinar este sitio, y vuelvo mi vista hacia adelante.
La atmósfera es asfixiante. Miro a mi alrededor tratando de establecer las dimensiones del lugar; de forma cuadrada, no parece exceder los seis metros. El silencio aplastante resulta ser perturbador; avanzo lentamente en busca de alguna vía de escape, quizá una puerta oculta. Hago una rápida revisión ocular del lugar, en busca de un panorama general.
El recinto exhibe en calma toda su sencillez; no parece haber recovecos inexplorados, ni huecos que escapen a mi pesquisa.
Procuro mantener la calma, y me entrego a la tarea de examinar cuidadosamente las paredes. Escojo un ángulo por el cual comenzar, y apoyando las palmas de las manos en la húmeda piedra, emprendo una lenta y paciente recorrida en busca de resquicios y hendiduras, alguna esperanzadora fisura que permita derribar y atravesar la roca.
Prosigo lentamente, palpando arriba y abajo, con el sonido de mis pasos arrastrándose suavemente como única compañía en la solitaria estancia. Al cabo de unos pocos minutos he recorrido todo el perímetro del lugar sin ningún resultado positivo.
Retrocedo hasta posar mi espalda en una de las paredes; el frío contacto me estremece, y dejo escapar un profundo suspiro con el que libero parte de la angustia contenida. El clima de tensión en mi interior es creciente, pero el recinto permanece impasible y silencioso como una trampa mortal.
Rápidamente me veo tentada de caer en la desesperación; procuro conservar la calma, pero el brusco cambio en el ritmo de mi respiración me delata. Experimento una leve agitación ante la perspectiva de no poder volver atrás, y el panorama desalentador hacia adelante, en el sitio en el que me encuentro atrapada. Algo aún más perturbador comienza a pugnar por emerger a la superficie de mis reflexiones. Mi temor a los espacios cerrados y estrechos, que hasta entonces se había mantenido a raya en virtud de la optimista perspectiva de salir rápidamente de allí, empieza a deslizarse lentamente hacia mi conciencia. Sé muy bien que tan pronto como los pensamientos más oscuros comiencen a hacer su aparición, empezaré a perder el control, de modo que debo actuar rápido.
De forma por completo contraproducente, tengo el fugaz pensamiento de que la situación no podría ser peor, y extrañamente mi corazón responde a esa idea con un nervioso y acelerado martilleo. ¿Verdad que no podría serlo?
Retrocedo un paso y noto con claridad bajo mis pies un desnivel en el suelo polvoriento, seguido de un sonoro chasquido, y a continuación unos segundos de silencio sepulcral.
¿Verdad que no podría ser peor?, me preguntaba.
La estancia en penumbras parece responder a mi interrogante con un profundo estremecimiento, que rápidamente se convierte en una intensa vibración. Agitada, miro a mi alrededor intentando identificar el origen del temblor, pero no consigo establecerlo; el recinto todo parece sacudirse de un modo espectacular, como un gran monstruo despertando.
Repentinamente, mi mente procesa en una fracción de segundo la confusa información que le suministran los sentidos: las paredes han comenzado a moverse lentamente. Y no para proporcionarme la reconfortante visión de abrir paso hacia una salida; por el contrario, avanzan hacia mí. ¿He activado sin querer algún siniestro y oculto mecanismo?, me pregunto en medio de una creciente sensación de náuseas y desasosiego.
Observo con espanto que no sólo la pared frente a mí se aproxima, sino también las dos paredes laterales y el techo. Sólo permanecen inamovibles el suelo bajo mis pies y el muro detrás de mí; el resto de la estancia avanza en forma amenazante hacia mi posición.
El desplazamiento es extremadamente lento pero constante, y la profunda vibración de la roca al arrastrarse resulta atronadora. Suena como un viejo engranaje que acabara de despertar, como una trampa de piedra que acabara de activarse. Presa del pánico, retrocedo torpemente, queriendo alejarme con desesperación del implacable avance.
Mi espalda choca contra el muro y coarta violentamente la posibilidad de seguir replegándome. Ya mi corazón late desbocado; el miedo me invade en su faceta paralizante, y no hago más que contemplar el encierro frente a mí, que se va estrechando centímetro a centímetro. El espacio cada vez más cerrado resulta ser una visión terrorífica, como una tumba que se fuera reacomodando sobre mí hasta alcanzar su proporción justa. ¿Qué sucederá cuando todo se reduzca tanto que apenas pueda mover los brazos? ¿Y qué cuando continúe un poco más, comenzando a comprimirme?
Adelantarme a esos sucesos hace que mi cuerpo comience a aflojarse de un modo cercano al desmayo, pero rápidamente cruza por mi mente la noción de ser finalmente aplastada por la roca, y ese pensamiento parece revitalizarme y devolverme bruscamente a la realidad.
No quiero rendirme. En un estado cercano a la locura, me aferro a la vida. Un sudor frío me empapa la espalda, y la insistente taquicardia retumba en mis oídos impidiéndome pensar con claridad. Cierro los ojos con fuerza e intento imaginar un paisaje por completo opuesto a éste; abierto, espacioso, fresco, infinito. Al principio las imágenes no quieren acudir; no logro evadirme de la situación. Insisto una, dos veces más. Finalmente logro evocar un vasto prado imaginario; por unos segundos resulta ser un bálsamo para mi agotada mente, que consigue despejarse un poco al punto de poder percibir, en medio de un nervioso movimiento, la debilidad del suelo bajo mis pies.
En principio lo atribuyo a una confusión de mis sensaciones, pero al abrir los ojos y mirar hacia abajo, y golpear secamente con el talón, compruebo con excitación que el sustento para ser muy endeble y estar dispuesto a ceder. Con gran furor, comienzo a dar repetidos golpes, alternando un pie y otro. El suelo comienza a modificarse, como si las capas más inferiores se estuvieran desprendiendo. Continúo golpeando vigorosamente, ignorando el lacerante dolor que comienza a invadir mis piernas. Modifico la estrategia y empiezo a dar pesados saltos, uno tras otro, sintiendo como mis pies se van hundiendo en la tierra que se abre.
De repente, se abre un agujero por donde pasaría mi brazo, que muestra que allí abajo, luego de varias capas de tierra, se abre un hueco. Una salida. Pero aún no es suficiente para poder pasar mi cuerpo por allí. Continúo golpeando fuertemente con mis pies, procurando aflojar aquí y allá la tierra, acelerar el desprendimiento; sorpresivamente noto el roce del techo en mi cabeza, que ya ha descendido lo suficiente para comenzar a aplastarme; las paredes laterales se han acercado tanto que en apenas minutos ya no me darán posibilidad de moverme. Rápidamente me pongo de rodillas y comienzo a golpear el suelo frenéticamente con las manos, que se van llenando de tierra y magulladuras. Mi corazón está al límite, las lágrimas caen desordenadamente de mis ojos, ya puedo sentir el contacto de las paredes comenzando a rozarme, iniciando su abrazo mortal. Me voy encorvando, ya encerrada en una pequeña cavidad, asfixiante, aterradora; golpeo el suelo con furia con las escasas fuerzas que me restan, otro golpe más, y otro más, en mis manos la tierra negruzca se ha mezclado ya con el rojo carmesí de la sangre de la piel desgarrada. Al borde del colapso físico y mental, y con el techo comenzando a oprimir dolorosamente mi espalda, un último golpe resquebraja la tierra y abre un amplio boquete en el suelo, por donde me precipito, con un grito ahogado y las manos extendidas hacia arriba, hacia un túnel oscuro y vertical. Lo he vencido; en el más cerrado de los espacios, la esperanza de un lugar llano y descubierto me salvó de enloquecer.

Caigo pesadamente en un recinto espacioso y fresco; aspiro grandes bocanadas de aire, respirando por fin. Permanezco sentada unos instantes, sintiendo cómo mis músculos van aflojando la tensión. Con el miedo vencido, todo rastro de heridas en mis manos ha desaparecido. Cuando consigo ponerme de pie, miro a mi alrededor.
Es este un lugar amplio, por donde fluye una corriente fresca que parece provenir desde arriba. No vislumbro ninguna puerta ni abertura, pero mi temor de encontrarme en otro espacio sin salida se disipa rápidamente al identificar en el extremo opuesto de la habitación lo que parece ser el comienzo de una escalera.
Me aproximo para poder ver con mayor claridad; ya al pie del primer peldaño, observo la pulcritud de su superficie marmolada, de un blanco inmaculado. Alzo la mirada y contemplo fascinada que se trata de una imponente escalera en forma de espiral, que dibuja sobre mi cabeza sus sinuosas curvas, ascendiendo más y más; no alcanzo a vislumbrar su culminación allá en lo alto; me pregunto cuánto se demoraría en llegar hasta arriba. Vuelvo la vista a los escalones, los mido mentalmente y calculo que son lo suficientemente anchos como para que dos personas, hombro con hombro, puedan ascender; pero no mucho más que eso. Presto atención a un detalle que, de tan obvio, había pasado por alto. Experimento un leve mareo, una sensación desagradable en el estómago. Lo que hace especialmente espeluznante a la escalera, y provoca que yo retroceda un paso estremecida por la visión, es el hecho de que no posee barandilla alguna de la cual asirse. Sus desnudos escalones carecen de cualquier tipo de contención lateral; el agujero central se abre prolijo y simétrico hacia arriba, lo suficientemente amplio como para que una persona caiga verticalmente por él.
La anticipación, el vértigo imaginado, me nubla la visión por un momento. Procuro recobrar la compostura, y mentalmente descarto la escalera como opción para salir de allí.
Aún a sabiendas de no haber observado ninguna otra salida al primer vistazo, finjo meditar racionalmente, y resuelvo examinar todo el recinto. Un pequeño engaño a mí misma, una breve postergación de lo inevitable.
Recorro todo el perímetro y retorno al pie de la escalera, desalentada y con visibles signos de ansiedad. La única evasión posible es hacia arriba. Me froto las manos, que han empezado a sudar. Trago saliva ruidosamente. Mis ojos se pasean por los rincones del mármol frente a mí. Los minutos parecen arrastrarse lentamente al compás de mi agobiado corazón. La perspectiva de emprender la subida es definitivamente aterradora, pero la idea de quedarme allí de pie durante más tiempo sólo incrementa mi creciente ansiedad. Me cubro el rostro con las manos y trato de hallar un instante de sosiego tras mis ojos cerrados. Vuelvo a abrirlos y suspiro profundamente. Resuelvo subir el primer peldaño, como si ello supusiera un gran desafío. Subo un pie en forma dubitativa, me impulso levemente y apoyo el otro a continuación. Lo he logrado. Casi siento ganas de reír de mí misma.
Alzo la mirada y la perspectiva de los incontables peldaños que se alzan sobre mí hasta alcanzar una altitud inimaginable me revuelve el estómago. La idea de continuar subiendo me parece despreciable, y la intención de permanecer quieta se me antoja increíblemente estúpida e inútil; la pugna entre emociones encontradas comienza a ser desgastante. Tomo una decisión. Vuelvo a inspirar una gran bocanada de aire, llenando mis pulmones al máximo, y a la par que comienzo a subir lentamente, deteniéndome escalón por escalón, procuro realizar una abstracción de la situación. Asciendo poco a poco, en forma robótica, fijando la vista sólo en el peldaño que tengo por delante. Transcurridos varios minutos, hago un alto, y en un osado gesto, me asomo temerariamente al borde del escalón, contemplando el hueco que se abre hacia abajo. El suelo se encuentra un par de metros por debajo; no demasiado aún como para experimentar grandes sensaciones corporales y emocionales, pero sí lo suficiente como para infundirme respeto. Decido dejar de ascender por la parte central de la escalera, y me pego a la pared lateral, el único sustento, la única seguridad a la cual aferrarse.
Continúo ascendiendo lentamente, con la palma de la mano derecha firmemente apoyada en el muro que me sirve de guía. No quito la vista del siguiente paso que debo dar; procuro no mirar hacia ningún otro punto pues sé que podría ser un desafortunado desliz sin retorno.
El tiempo transcurre como un líquido espeso; no estoy segura de cuántos minutos han transcurrido, pero cada vez que me veo tentada a hacer un alto, me obligo a continuar, a dar unos cuantos pasos más. Así consigo superar un lapso considerable; noto mis dedos temblorosos, mi mente que no cesa de intentar calcular dolorosamente, y aún en contra de mi voluntad, el tiempo transcurrido, para evaluar en base a ello la distancia dejada atrás y la posible altura a la que me encuentro. Una oscura percepción quiere emerger; intenta instalarse en mí la idea de que ya ha pasado un tiempo considerable, por tanto es altamente probable que el suelo se encuentre ya muy lejos. Aunque he procurado no mirar, mi cerebro no se ha dejado engañar tan fácilmente y se ha valido ya de otras percepciones para sospechar mi posición.
Me detengo bruscamente, y oponiéndome a todo mi cuerpo que previsiblemente desea mirar hacia abajo, decido alzar la vista. El nudo en mi estómago se intensifica; se abre hacia arriba un tramo que parece no terminar nunca. Con la boca seca por el pánico, me muevo débilmente hasta que el hueco inferior entra en mi campo de visión. La visión es sencillamente aterradora y un fuerte escalofrío me recorre de la cabeza a los pies, como un violento latigazo. He ascendido mucho más de lo que hubiera podido calcular, y allá abajo el suelo es un punto negro que apenas se adivina al fondo de los incontables niveles que he dejado atrás. Rápidamente me muevo hasta pegar mi hombro contra la pared, literalmente me estrujo contra ella y aferro la fría piedra con ambas manos, como queriendo clavarle los dedos.
Quizá me encuentro en alguna clase de punto intermedio, a mitad de camino entre el comienzo y el final de la escalera; en cualquier caso, la perspectiva es aterradora en ambas direcciones. Continuar subiendo parece imposible pues el miedo me ha paralizado; pero descender definitivamente no es una opción. La sensación de vértigo es tan aguda que puedo notar claramente cómo parezco balancearme, aunque sé perfectamente que estoy quieta. La escalera de mis pesadillas, la que sube infinitamente hacia arriba, con un escalofriante hueco central, que me invita a caer por él también infinitamente, se ha vuelto realidad. Siento que mis energías me abandonan; cierro los ojos y recuesto mi cabeza en la pared, sin dejar de aferrarme. Quizás pueda permanecer así por siempre. Nadie vendrá a buscarme.
Nada me obliga a subir, ni a bajar. Podría quedarme así, experimentando la parálisis del miedo, dejando que el temor me golpee una y otra vez, hasta desgastarme, hasta no sentir nada más...
Una vibración que se eleva desde las profundidades me hace abrir abruptamente los ojos. Presto atención al sonido, pero mi agotada mente no consigue identificar su origen.
Mi respiración se agita y permanezco expectante; agudizo el oído y me parece notar que el ruido es ascendente. De algún modo se va acercando. Con dificultad, consigo despegarme de la pared y me acerco temerosamente al borde del escalón. El sonido proviene claramente de allá abajo, pero no logro comprender a qué se debe. La sensación de mareo es muy intensa, pero la curiosidad mezclada con el terror me impide apartar la vista.
El sonido continúa, y comienza a parecerse al ruido que hace algo al desplomarse pesadamente. Algo se eleva desde el fondo; entrecierro los ojos para enfocar en la oscuridad del hueco, y logro distinguir, allá muy abajo, donde apenas alcanza la vista, que los escalones parecen ir derrumbándose uno a uno, como fichas de dominó que caen, pero a la inversa, en forma rápidamente ascendente.
Aparto la mirada violentamente y me pego a la pared; quizás mi mente me juega una mala pasada. No es posible que esto suceda. Cierro los ojos y deseo que no sea real, pero el sonido es la prueba más tangible, y continúa, cada vez más estrepitoso, cada vez más cercano. Junto las últimas migajas del poco valor que me queda y vuelvo a asomarme al centro; esta vez la visión es peligrosamente cercana y ya no caben dudas, la escalera va perdiendo uno a uno sus escalones, dejando paso a un abismo profundo.
Vuelvo a aferrarme al muro; me tapo la boca con la mano pero un sollozo aterrorizado escapa entre mis dedos. Las lágrimas me nublan la visión. Sólo el sonido de los estruendos, cada vez más claro, más ensordecedor, me recuerda la imperiosa necesidad de ponerme en movimiento. Comienzo a subir peldaño a peldaño, precipitadamente, con torpeza; ya no puedo andar con cuidado, mis pasos son desordenados, procuro subir cerca de la pared pero las vibraciones que provienen de abajo me hacen dar traspiés que me acercan peligrosamente al borde de los escalones. El sonido se acerca, le imprimo mayor velocidad a mis piernas. La posibilidad de caer de un momento a otro por el oscuro espacio central, desde más alto conforme más subo, me lleva a un estado cercano al colapso. El terror alcanza límites insospechados; la adrenalina invade mis venas fluyendo sin parar; mi corazón parece a punto de estallar dentro del pecho. Ya no puedo mirar hacia arriba, porque no puedo detenerme ni un instante; mirar hacia abajo no tiene sentido y yo ya no tengo valor. Sólo resta escapar. Seguir. Doy un paso más, y otro, y otro; pierdo la cuenta, siento que no resistiré al segundo siguiente, pero me fuerzo a dar otro paso, y dos, y tres... Cierro los ojos y subo aún más deprisa, dispuesta ya a no ver nada si finalmente tengo que caer. Y entonces, en mi frenético ascenso, casi choco de lleno contra una imponente puerta blanca. Me aferro al pomo con desesperación y se abre bruscamente, arrojándome al otro lado, a la par que siento cómo a mis espaldas los últimos escalones terminar de derrumbarse, haciendo desaparecer la escalera y dejando en su lugar un infinito precipicio.
Camino lentamente por el túnel en penumbras, el terror se va disipando con dificultad en mi organismo. Las escaleras en espiral de mis pesadillas; esas que se me antojaban una cruel tortura, esas que de ningún modo quería subir. Siempre sospeché, sin embargo, que el único secreto para romper su siniestro sortilegio era recorrerlas hasta encontrar su final. Y así fue.
Emerjo ahora del túnel hacia un día espléndidamente soleado y azul. La luminosidad me da de lleno en los ojos, dolorosamente, y los entrecierro para mirar a mi alrededor. La brisa mueve caprichosamente mis cabellos, tira con intensidad de mi ropa. Avanzo con paso tembloroso, intentando que mi vista se acomode al radiante paisaje.
Descubro que me encuentro en lo que parece ser la azotea de un edificio. A mi alrededor, y hacia atrás, se elevan infinitos rascacielos de inimaginables alturas.
Rápidamente mi mente agotada procesa el miedo que le toca enfrentar, estando la evidencia toda alrededor: el temor a las alturas.
Miro a mi alrededor; se trata de una terraza llana, sin ninguna clase de salida o posibilidad de ingresar al interior del edificio. Los rascacielos vecinos parecen hallarse próximos a éste, pero un rápido vistazo me demuestra que para un diminuto ser humano en realidad la distancia es abismal e imposible de sortear. Lentamente camino hasta estar lo más en el centro posible; allí me siento, abrazando mis rodillas y escondiendo mi cabeza entre mis brazos. La sensación de estar a una altura incalculable se me hace insoportable; reconozco la sensación intensa del vértigo, la inestabilidad, la sensación de que voy a caerme de un momento a otro. La desesperada añoranza de estar en la seguridad del nivel del suelo resulta casi dolorosa.
Nuevamente no creo tener fuerzas para afrontarlo, pero una vez más la siniestra situación me deja ante opciones imposibles. La idea de permanecer más tiempo allí sentada, con la incertidumbre, con la desprotección de la infinita altura, me hace jadear de desesperación.
Incapaz de ponerme en pie, sin nada de donde sostenerme para hallar algo de consuelo, avanzo reptando hasta uno de los extremos laterales del edificio. Ya cerca de la orilla, permanezco boca abajo sobre el frío suelo, y aplasto mi cara contra el concreto, temblorosa.
Al cabo de unos instantes, vuelvo a erguir la cabeza y me arrastro un poco más hacia adelante. Mis mano derecha, con una incontrolable agitación, se aferra al borde; lentamente y sin abandonar mi posición horizontal, hago emerger mi mirada aterrorizada hacia abajo.
Unos pocos segundos bastan para que mi estómago se altere de forma violenta; allá abajo, como una fina línea gris, vislumbro el inalcanzable pavimento; la altura es indescriptible; todo comienza a girar a mi alrededor, y rápidamente retrocedo varios metros para ponerme a resguardo. Me cubro el rostro con las manos, presa del pánico.
Permanezco quieta durante varios minutos, agitándome en el terror y la desesperación. Sé que en el extremo opuesto veré lo mismo, de igual modo que en la cara posterior; pero en cambio sé que hacia el frente la perspectiva será diferente, porque alzando la mirada veo extenderse hasta tocar el horizonte un cristalino mar azul tan vasto como la distancia que me separa del suelo.
Torpemente consigo ponerme de rodillas; al cabo de un momento, reúno el coraje suficiente para arrastrarme lentamente hacia la parte frontal del rascacielos. Vuelvo a colocarme en posición horizontal cuando me hallo próxima al borde; estar de pie resultaría imposible pues la sensación de inestabilidad se tornaría insoportable. Acerco mis manos temblorosas al borde y lentamente me asomo; la visión me devuelve otra aterradora altitud, pero esta vez con un mar ondulante allá abajo. El terrorífico edificio parece estar emplazado a la vera de un empinado acantilado de pared lisa y totalmente vertical. Logro ponerme de pie lentamente, y con gran osadía, me acerco unos cuantos pasos al borde. El mareo persiste, se acrecienta con cada paso, pero no desisto. Una especie de embotamiento se apodera de mi mente; el terror está allí, instalado como una piedra en mi estómago, pero un inusual coraje me empuja a avanzar un poco más hacia la única salida posible.
Me sitúo ya muy próxima al abismo; mis rodillas no dejan de temblar, pero obligo a mi cuerpo a permanecer rígido como una tabla. Trago saliva y llena de espanto dirijo mi mirada hacia abajo; la impresionante altitud vuelve a marearme con intensidad, y siento que caeré de un momento a otro, pero no cedo y rápidamente levanto la mirada y la fijo en el horizonte; recupero el equilibrio.
¿Me estrellaré contra las rocas? ¿Me hundiré en las profundidades?
Cuando se ha subido tan alto, no queda más remedio que bajar. No hay otra salida posible. El sol arroja sus brillantes destellos sobre la superficie del agua, provocando un luminoso resplandor. Decido no apartar ya mi mirada del reconfortante paisaje, y avanzo con un pie, y a continuación con otro. Sé que de un momento a otro perderé el sustento, pero no sé a ciencia cierta cuándo, porque me obligo a mirar hacia el frente, bien alto, hacia un punto perdido del deslumbrante horizonte.
Cierro mis ojos, y continúo; abro los brazos y mis pies ya tocan el aire; la brisa leve es reemplazada por el viento intenso de la caída; voy ganando velocidad, el aire casi quema al roce de mi piel, y la caída es larga, muy larga; espero el instante en que mi cuerpo choque duramente contra la superficie marítima, pero en cambio continúo cayendo inagotablemente... La mejor forma de enfrentar la altura, era soñando con ella, entregándome a la vieja quimera de volar en absoluta libertad.

Hasta que por fin, mis pies se posan sobre algo suave. No hay agua ni rocas; sólo hierba fina y húmeda. He vuelto a la realidad, pero ya no soy la misma: me he enfrentado a mi parte más oscura; he tocado fondo para poder resurgir. El miedo ya no tiene poder sobre mí.

Eva



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