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cuenta una historia bastante conocida, en una oportunidad la diosa
Atenea, después de un banquete en el Olimpo, se puso a tocar una flauta
que ella misma había construido. Todos los dioses escuchaban
extasiados, salvo Hera y Afrodita, que, en un rincón de la mesa, se
mataban de risa. Palas Atenea, tocando la flauta, las miraba, y se
preguntaba “de qué se reirán estas dos”. Así que cuando terminó,
después que la aplaudieron, se fue para un costado, a una fuente que
había, y tocó la flauta mirando su reflejo. Ahí se dio cuenta que sus
mejillas hinchadas le daban un aspecto ridículo, y de la bronca,
revoleó la flauta, que fue a caer desde el Olimpo, porque en algún lado
tenía que caer, a un bosquecito en donde vivía un sátiro llamado
Marsias. Parece que Marsias encontró la flauta, y al llevársela nomás a
los labios, una música celestial empezó a brotar sola. Era el aliento
de la diosa que había quedado escondido en la flauta.
Y claro, como es lógico, Marsias empezó a vivir de la música. Porque
todo el mundo lo llamaba para escucharlo tocar, y lo estimaban
muchísimo, le pagaban, y una vez unos campesinos le dijeron que tocaba
mejor que el mismo Apolo, a lo que Marsias tuvo la poca precaución de
no contradecir.
El asunto llegó a oídos de Apolo, que se disfrazó de mortal, agarró su
lira –esa famosa lira con cuerdas hechas de tripa de vaca que le había
dado Hermes–, y se acercó a retar a Marsias a un duelo musical. Los dos
eran tan buenos, que el duelo duró dos noches y un día, y al amanecer
del segundo día, Apolo, para desempatar, lo reta a Marsias a que haga
con su instrumento lo mismo que él hacía con el suyo. Marsias, borracho
de victoria, o tal vez muerto de sueño como estaría, acepta, y Apolo da
vuelta la lira, y canta mientras toca. Esto es imposible de hacer con
una flauta, y así gana Apolo la contienda, y revelándose como el Dios,
castiga a Marsias desollándolo vivo y colgando su cuero en la fuente
del río que lleva su nombre.
Estos relatos de duelos musicales en la historia son bastante comunes,
se repiten muchas veces con muchos elementos en común, tanto como para
preguntarse si no se tratará siempre del mismo Dios. Sin ir más lejos,
aquí en nuestros pagos Santos Vega es retado por Juan sin Ropa a una
payada, que también duró dos noches y un día, y al amanecer del segundo
día Santos Vega es vencido, a lo cual Mandinga, que no era otro Juan
sin Ropa que el Diablo disfrazado, se lo lleva al Infierno por la boca
de un pozo. Ese pozo aún existe, y dicen que si se deja una guitarra
colgada en el brocal de ese pozo, al atardecer el viento de la pampa le
arrancará armonías melodiosas.
A fines del siglo diecinueve, en los años ochenta, nace en Barracas un
tal Horacio Carlos Galván. Su historia es más bien oscura, pero se sabe
que salió de Barracas como tropero; se dice también que fue, años
después, uno de los primeros colectiveros que tuvo Buenos Aires; lo
encontramos a principios de siglo conchabado en el Ferrocarril Oeste,
como boletero, y muy poco después como mozo de una pulpería en Morón.
A Galván se lo recuerda por muchas cosas, pero sobre todo porque fue,
tal vez, el mejor cantor de tangos que tuvo la Argentina. A la pulpería
del Caballito se acercaba la gente sólo para oírlo cantar, y entre
ellos, se dice, muchas veces famosos compositores y directores de
orquesta, para escucharlo y tal vez para tentarlo con alguna oferta
para llevárselo con ellos, y es muy probable que alguno lo haya
conseguido, porque hay una versión de Caminito Criollo, original en
cilindro, cantada por Galván.
Una personalidad bohemia como la que seguramente tuvo, lo lleva de los
éxitos tangueros a la noche que les quiero referir, en la que lo
encontramos como mozo de una pizzería en el Abasto, como siempre,
rodeado de la gente que se reunía para escucharlo cantar acompañado de
su guitarra. Esa noche, un negro que salió nadie sabe bien de donde, lo
reta a Galván a un duelo musical, y Galván acepta.
Cantan los dos. Y son sus voces tan maravillosas, tanta pasión ponen en
su cantar, tan buenos son los tangos que ambos cantaron, tangos que
nadie conocía y que no volvieron a ser escuchados, que, dos noches y un
día después, al amanecer del segundo día, las opiniones estaban
divididas trece a trece, y no se podía decidir quién era el mejor;
cuando un muchacho que estaba ahí, el único que había pasado todo el
día y las dos noches escuchando la contienda, desequilibra con su voto
a favor de Galván. Ese pibe morochito, el único que había resistido sin
dormir durante toda la competencia, no era otro que Carlos Gardel.
Entonces el negro, que en realidad era el Diablo disfrazado, sabiendo
que no podría refutar el fallo de tamaño jurado, acepta su derrota,
pero como el Diablo no sabe perder, en venganza, hiere a Galván de
sordera para que no pudiera disfrutar de su propia música, como dicen
que le pasó a Beethoven, que empezó a perder el oído después de ganar
un duelo musical contra un pianista excepcional cuyo nombre la historia
no registra, que no volvió a ser visto después, en una contienda que
duró también –adivinen– dos noches y un día.
La diferencia es que Beethoven siguió componiendo, y Galván abandonó
por completo la música para morir, solo y olvidado, en Villa del Parque
unos años después.
Pero aquí no termina la historia. Porque parece que por su soberbia, o
quién sabe por qué otro pecado, Galván perdió el cielo. Y el Diablo,
que no olvida, tampoco lo dejó entrar en el Averno. Y desde entonces
Galván deambula por las calles de Buenos Aires, y aparece de vez en
cuando por los lugares conocidos, a veces como colectivero sordo, y uno
le toca el timbre y él sigue de largo y no lo deja bajar. Otras veces
se lo ve en las boleterías del Sarmiento, y nos hace perder el tren
porque no entiende qué boleto le pedimos.
Pero generalmente se manifiesta como mozo de pizzería, sordo, y uno lo
llama y él nos ignora, y cuando por fin nos atiende, invariablemente
nos trae algo distinto a lo que le pedimos, y en el momento de pedir la
cuenta pasa por al lado nuestro sin oírnos, sordo como en vida, solo en
su mundo como murió.
Y si uno se enoja y le grita, él se ríe de nosotros. Se ríe, pero ya no
sonríe.
Rafael
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